Nuestra alumna María de 4º de E.S.O., ganadora del concurso “Qué bello es vivir en mi pueblo” organizado por la Universidad de Zaragoza. Esperamos que disfrutéis de este maravilloso relato.
RECUERDOS FUTUROS
Abrí los ojos y, de alguna manera, todo lo que siempre había visto parecía diferente; el paisaje, el aire… Llevaba casi dieciséis años sin ir a mi pueblo, aquel donde había pasado los mejores y peores momentos de mi vida.
Bajé la ladera de la montaña lentamente, observando el ambiente. Me fijé en que habían construido un camino de cemento; al principio me pareció buena idea, pero pensar que nadie se volvería a caer con la bicicleta o a tropezar con una piedra, no me terminaba de convencer. Decidí ignorarlo, ya que, probablemente, se había hecho por la comodidad de su población, que ya había envejecido.
Aparentemente, lo único que no había cambiado eran los árboles, aquellos donde dibujábamos corazones con nuestras iniciales dentro o bajo los que nos tumbábamos a observar las estrellas. Solo que ahora las letras que se encontraban ahí marcadas pertenecían a otros jóvenes que ahora ocupaban nuestro lugar.
Me adentré un poco entre la maleza y, efectivamente, ahí estaba la casa del árbol. No se parecía a aquella de mi juventud, esa en la que iniciamos esos primeros amores y desarrollamos amistades. Ahora estaba destrozada, llena de botellas de cerveza vacías y con las paredes repletas de pintadas vandálicas. Era una pena, nos costó mucho construirla.
Miré el reloj, eran las diez menos cuarto. Dejé escapar una sonrisa, solo un auténtico bisimbrero sabría lo que significa. Me apresuré a bajar la pendiente hasta llegar a una pequeña salida. Fue ahí donde me percaté de que algunas costumbres se seguían manteniendo; había un grupo de adolescentes mirando el atardecer, parecía un reflejo de mi juventud. No quise asomarme, no estaba dispuesta a arruinar su noche, aquella noche que todos vivimos.
En unos quince minutos de caminata alcancé la entrada del pueblo, que también había cambiado. Ya no estaba la casa de adobe en ruinas, donde nos contaban historias de miedo, ni el granero de mi tío Mariano. Bueno, sí que estaba, pero ahora, en vez de ser una caseta humilde, era un gran almacén.
Como Bisimbre es un pueblo muy pequeño, enseguida llegué a la plaza que no podía ser más diferente que la que yo conocí. La iglesia donde me bautizaron, comulgué y me casé estaba muy rehabilitada; había desaparecido aquella vieja puerta de madera, pero la esencia seguía presente en todo momento, no había perdido el aspecto antiguo; lo seguía conservando.
Justo tras la bajada de la Luna, que así llamábamos nosotros a la rampa, estaba la casa de mis abuelos. Saqué el enorme llavero que ocupaba gran parte de mi mochila, esa pequeña parte que me tocó de la herencia. Era el que utilizaba de pequeña, pero cuando discutí con ella se lo devolví sin querer saber más de la casa ni del pueblo. Unas lágrimas asomaron en mis ojos y me eché a llorar; cada vez que pensaba en mi abuela y en cómo actué, empezaba a sollozar.
Probé suerte con cada una de las llaves hasta que conseguí encajar una en la cerradura. La puerta iba muy dura y, al abrirla, hizo un ruido casi escalofriante. La entrada seguía intacta; con la misma alfombra y la misma lámpara.
Dejé las llaves sobre la bandeja de cristal que había en el recibidor, y me miré en uno de los numerosos espejos que había colgados. Me vi reflejada, un poco más alta que la última vez y bastante menos sonriente. En la esquina inferior izquierda de éste me encontré; no a mí, sino una foto mía. Estaba sentada en el regazo de mi abuela Magdalena, mirándola con una sonrisa infinita. Ver ese instante de felicidad me hundió en una tristeza absoluta llena de arrepentimiento.
Me sequé esas gotas que descendían por mis mejillas y fue entonces cuando oí un ruido que me sobresaltó, sobre todo porque la casa había estado vacía durante dos meses.
Salí a la terraza de donde parecía venir aquel extraño sonido. Abrí la puerta de cristal con dificultad, para encontrar a una persona balanceándose en una hamaca en mitad del jardín. Al principio me quedé quieta, sin saber cómo actuar. De repente, una voz que me sonaba muy familiar pronunció mi nombre.
– María, cariño, ¿puedes acercarte?. – Su voz era áspera pero, a la vez, suave, por lo que se podía deducir que era una mujer; mejor dicho, una señora.
Todas esas preguntas que mi cerebro estaba formulando en menos de dos segundos, eran aquellas que mi corazón no quería responde. Inexplicablemente, yo ya sabía quién era.
Me acerqué con curiosidad para comprobar la veracidad de mis teorías, sin saber que iban a ser ciertas.
- ¿Tienes miedo, querida? No te preocupes; ven con la yaya-.
Sentí cómo sus palabras retorcían mi corazón como mil puñales clavándose en mi pecho. Inconscientemente, le hice caso y me fui acercando poco a poco. Sentía un temblor en las rodillas que me entorpecía al andar y un vacío en el pecho que me impedía respirar o incluso hablar.
- ¿Yaya. ¿Y tú, qué haces aquí? – fueron las únicas palabras que pudieron pronunciar mis cuerdas vocales, que se encontraban anudadas por una mezcla de curiosidad y de dolor.
- Cielo, es mi casa – pronunció despreocupada, como si nada hubiera pasado – ¿Por qué no vienes y te sientas con la abuela?
Sin dudarlo, me senté en su regazo y me sentí tan ligera como una pluma sobre sus piernas. Me sentí como cuando era una niña, contándole mis problemas mientras ella acariciaba mi pelo.
Por un momento, se me olvidó que había fallecido en el Hospital Lozano Blesa por un tumor cerebral.
Un montón de información empezó a bombardear mi cabeza; me parecía que quizá podía ser esquizofrénica. “¿Me estaría volviendo loca?”. Ante la duda, no pude evitar preguntárselo.
– ¿Cómo puedes estar viva? Dejaste de respirar en mi presencia y ahora soy yo la que no puede hacerlo.
Me sentí como si estuviera hablando sola; resultaba reconfortante a la vez que incómodo y doloroso ver su rostro, su sonrisa, su expresión… Era imposible que no me pudiera alegrar.
.Tesoro, no digas tonterías. ¿No ves que estoy aquí?- Me lo dijo con una sonrisa burlona y con toda la naturalidad del mundo, como si nada hubiera pasado. Como si nunca me hubiera subestimado ni me hubiera visto como una mala consecuencia de los actos de su hija. “¿Es que quieres acabar como tu madre, es eso?”. Esa pregunta era la que siempre me echaba en cara cuando me negaba a renunciar a mis derechos.
Algunas veces mi abuela no me trataba demasiado bien, pero era consciente de que no era su culpa. A ella la habían educado como si fuera inferior, como si su única función en la vida fuera complacer, y ella no supo desmentirlo.
Además, también era la que me curaba cuando me hacía daño; la que me consolaba cuando estaba triste, y la que me alimentó y cuidó desde que mi madre me abandonó en su puerta cuando apenas era un bebé.
La abracé con todas mis fuerzas, sin saber realmente si era a ella a la que abrazaba. Entonces, algo que surgió de la nada me separó de ella la cabeza y me dijo:
– No te preocupes por mí, estaré bien. ¿Y tú?
Antes siquiera de que pudiera reaccionar se esfumó convirtiéndose así en un recuerdo.
Me desperté de un susto; estaba en la cama, intentando comprender todo lo que acababa de “ver”. Tenía mucho miedo, pero las chicas de mi clase también lo tenían por las noches.
– ¡Yaya! ¡Yaya! – Le susurré mientras le movía suavemente el hombro
– ¿Qué pasa, corazón? – me respondió medio dormida
– Es que he tenido una pesadilla; ya no me puedo dormir y tengo mucho miedo. – No quería que supiera lo que había soñado, aunque tampoco yo lo sabía. Qué iba a saber con once años?.
– ¿Quieres meterte en mi cama? – preguntó casi afirmándolo, pues ya conocía mis intenciones.
– Sí, por favor. – Dije mientras ella habría las sábanas para que yo pudiera entrar.
– ¡Madre mía! ¡Qué fríos tienes los pies! – me dijo preocupada – Anda, que me doy la vuelta y me los pones en las piernas y así te los caliento. Ya verás que bien, como mi abuela me hacía a mí.
-Gracias, yaya – respondí con una sonrisa
Y así, el trece de octubre del 2001 me di cuenta de la importancia de un hogar. Yo había crecido en un pueblo pequeño, en Bisimbre. Y, aun sin padres, sin caprichos ni riquezas, crecí intentando ofrecer la ayuda que a mí no me faltó.
Como mi abuela me crió ella sola, en mi casa nunca faltó lo tradicional ni el amor. Se puede decir que me crié con más cariño que cualquier otro niño de la ciudad, porque a mí no solo me crió mi abuela, me crió mi pueblo.
Su gente, su estilo de vida y sus tradiciones son las que lo unen en una lazada forjada a fuego que estamos echando a perder con el éxodo rural.
Ojalá mi pueblo vuelva a ser algún día todo lo que era; lleno de vecinos impacientes por pedir en la barra del bar un domingo por la mañana, lleno de señoras que se enteraban de todo lo que pasaba, lleno de niños que alegraban la vista a cualquiera que pasaba, y lleno de compañerismo y amor entre todos, porque un pueblo pequeño es lo mismo que una gran familia.